Nuestra Universidad Central está cumpliendo trescientos años de haber sido fundada; fecha de importancia primordial por el rol que ella ha tenido desde los inicios de la historia escrita de nuestro país. El profesor Ildefonso Leal, su gran cronista, ha documentado de manera acuciosa la evolución de la Universidad Central y la contribución de quienes han hecho posible que dejara esa importante huella en la vida de nuestro país.
Hay muchas razones para celebrar los trescientos años de nuestra Universidad. La Real y Pontificia Universidad transformada en Universidad Central de Venezuela, por la visión de los hombres que establecieron la Organización y arreglo de la “Instrucción Pública” de la Constitución de Cúcuta y por voluntad de El Libertador en 1827, ha sido a lo largo de tres centurias un punto de referencia de la vida nacional. En la universitaria Capilla de Santa Rosa de Lima se firmó el Acta de Independencia, de esa Universidad salieron los héroes civiles que le dieron forma al país, muchos de ellos sacrificando sus vidas en aras de la independencia. Ha jugado un rol fundamental para el reclamo de libertad contra la tiranía, ha sido un espacio de luz en tiempos oscuros de montoneras y paladín de la incansable defensa de derechos civiles muchas veces mancillados por la ignorancia. Junto a esta encomiable labor cívica, nuestra Universidad ha formado, a lo largo del tiempo, hombres y mujeres que, desde los tiempos de la Colonia hasta nuestros días, han contribuido a la construcción del país que hoy tenemos. Nuestra Universidad, a pesar de quienes exponen ideas contrarias, se ha adentrado siempre, en la medida de sus posibilidades, en las tareas del pensamiento y de la ciencia atendiendo a un fuerte deseo de realizar acciones que trascendieran al futuro, con un esfuerzo, muchas veces callado, pero siempre sostenido, serio, fecundo y auténtico para diseñar el perfil del país y construir la esperanza de futuro.
Así que celebrar el tricentenario de la institución es una excelente oportunidad para celebrar el pasado, pero hacerlo no significa solamente un regreso a los sueños de sus forjadores y a sus logros, sino el reto de pensar cómo mejorarla y comprometerse a hacer realidad nuevas ambiciones.
I. La Universidad venezolana sufre desde hace ya muchos años un proceso de deterioro de las bases que le dan forma y razón de ser. Su fundamento académico se ha ido desfigurando en el tiempo y en el último ventenio su nivel ha llegado a extremos impensables como consecuencia de una destrucción sistemática orquestada como política de Estado. Nadie podía prever que algo así pudiera ocurrir a las universidades autónomas.
El plan de destruir la institucionalidad del país que se ha propuesto el gobierno ya no escapa del entendimiento de la gran mayoría de las personas que pueden pensar sin estar sujetas a intereses materiales poco confesables o que no hayan sido cegadas por una ideología que ha demostrado estar a contrapelo del progreso.
La destrucción sistemática del sistema de educación superior comenzó con la creación de universidades por decreto del Ministerio de Educación Universitaria que, inclusive los responsables de su creación sabían que no cumplían con los requisitos mínimos de calidad de docencia e investigación. Después se intentó someter a las universidades tradicionales por la vía de la violencia, el acoso legal y la reducción del financiamiento, que ha llevado a estas instituciones, a sus profesores y empleados a condiciones de vida miserables. Ahora, a través de una nueva propuesta de Ley de Educación Universitaria, se aspira que el Ministerio de Educación Universitaria controle el quehacer de las universidades e ideologice a sus comunidades para apuntalar los fines de la revolución. La intención, porque no puede ser otra, es asegurarse la formación de egresados con limitados conocimientos y escaso sentido de libertad, que solo sepan obedecer órdenes sin ser capaces de valorarlas y discutirlas.
Esta grave situación es del conocimiento público y ha sido denunciada por muchos intelectuales interesados en el futuro del país y hay que tenerla presente cuando se plantea una discusión sobre el futuro de la universidad venezolana.
Sabemos que es difícil pensar en cambios estructurales en las universidades en las condiciones políticas y sociales que hemos descrito, pero sabemos que los gobiernos y sus acciones pasan y las instituciones permanecen y que no debemos cejar en el empeño de construir un futuro mejor.
La intención de este escrito no es hacer un diagnóstico más de la universidad, o mejor dicho de la universidad necesaria para un nuevo país, sino una reflexión sobre el porqué se ha ido deshaciendo la universidad que se construyó a partir de la segunda mitad del siglo pasado y proponer algunas ideas que, en el corto y mediano plazo, pudieran ser útiles para emprender la reconstrucción de un sistema de educación superior coherente con las necesidades de un nuevo país.
Es un lugar común decir que no es posible pensar que un país alcance un nivel razonable de desarrollo sin contar con universidades que ofrezcan conocimientos avanzados y forme profesionales capaces de responder satisfactoriamente a los requerimientos de la sociedad. De eso están conscientes desde hace tiempo varios círculos académicos del país que plantean la necesidad de un aggiornamento de la universidad venezolana, es decir de poner al día algo que no lo está.
Destacados exponentes del mundo académico lo han planteado desde diferentes ópticas. Unos argumentan que es necesario adecuar la orientación de la educación universitaria a las exigencias del mundo globalizado. Otros hacen énfasis en la erradicación de las ideologías e intereses de partidos políticos y la proliferación de grupos que buscan sobrevivir en la universidad amparados en ideas y estrategias incompatibles con su función académica. Otros más se refieren a las deficiencias de la educación media que incide en la preparación de los jóvenes que llegan a la universidad. Pero, independientemente de los argumentos que se esgriman, que en general son muy validos, parece haber un razonable grado de consenso en que las universidades que hemos construido a lo largo de más de medio siglo necesitan revisar su visión y misión.
La visión de universidad como “comunidad de intereses espirituales que reúne a profesores y estudiantes en la tarea de buscar la verdad y afianzar los valores trascendentales del hombre” que sintetiza el Articulo 1 de la Ley de Universidades y la misión de ser “una Institución que proyecta su acción al universo, que es su esencia” como lo decía el Doctor Francisco De Venanzi, son sin lugar a duda ideales que no hay que perder de vista, pero que habrá que poner en sintonía con las exigencias del mundo globalizado y de la sociedad del conocimiento. Es necesaria una visión de universidad que permita cumplir la función cultural que le es propia con la capacidad de responder a demandas sociales y de innovación que el momento le exige.
Es innegable que el modelo de universidad planteado en 1958 tuvo éxito para dar respuesta a las realidades de ese momento, pero en los tiempos que vivimos las sociedades, particularmente las de los países en vías de desarrollo, están obligadas a enfrentar nuevos retos.
Esto no quiere decir que los programas de estudio deban dejar de lado las complejidades teóricas de la ingeniería o de la ciencia o las reflexiones profundas de los humanistas y filósofos. Estos valores deberán seguir siendo parte de la formación académica teniendo en cuenta el evidente cambio comunicacional y tecnológico, particularmente evidente en las nuevas generaciones, y la inter y trans-disciplinariedad como medio de formar profesional con una capacidad mas abarcante de enfrentar y resolver problemas. Esto, junto con necesidad de intercomunicarse a nivel internacional sin barreras de lenguaje y la eliminación progresiva de fronteras del conocimiento como consecuencia de la globalización, son asuntos que están influyendo en la conformación de una sociedad con nuevas exigencias.
La disminución de la productividad científica, la renuncia masiva de profesores, el desinterés de los jóvenes profesionales de seguir la carrera, el deterioro de la infraestructura para la investigación, los programas de postgrado que desaparecen por falta de profesores y alumnos, la disminución del nivel de la docencia de pregrado, la falta de material de laboratorio y de recursos para realizar trabajos de campo, el empobrecimiento de las bibliotecas y de recursos didácticos, son solo algunos indicadores del drama que viven estas instituciones. Esta descripción parcial del panorama sombrío de la universidad actual eleva la magnitud del sacrificio y la importancia del esfuerzo de algunos profesores que se empeñan en mantener vivo su oficio dictando clases a distancia y haciendo investigación, en la mayoría de los casos con el apoyo de colegas de otras partes del mundo. Pero si no se reacciona frente las estrategias del gobierno y no se buscan formas de revertir el panorama actual de las universidades autónomas, se corre el riesgo de desfigurar a la educación superior y comprometer irremediablemente el futuro del país.
Uno de los resultados importantes de la educación es ofrecer soluciones a los problemas de fondo del país. Para ello hay que ver a la universidad como una institución capaz de generar, aplicar y difundir conocimientos, como forma de contribuir al desarrollo integral del país, al margen de intereses político-partidistas y grupales. Que forme profesionales cuya preparación vaya más allá de las fronteras tradicionales del conocimiento y que además de contribuir con el acervo universal del saber, aporte valores para el desarrollo del país por generar nuevas oportunidades de trabajo. Que ofrezca programas de estudio flexibles basados en nuevas tecnologías y la interdisciplinariedad en correspondencia con empresas, el Estado, el sector productor de bienes y servicios y otras universidades, utilizando mecanismos en red. Pero al decir esto es importante recalcar que esto no significa disminuir las exigencias de los programas de estudio, ni formar profesionales con la sola capacidad de aplicar el conocimiento existente, sino ampliar la conciencia del para que de la profesión y el compromiso de ofrecer soluciones útiles para la sociedad.
Estos son los conceptos que se manejan en las llamadas Universidades de Tercera Generación que privilegian la inter y trans-disciplinariedad, operan en un entorno internacional sin barreras de lenguaje y son espacios para nuevas actividades tecnológicas como Incubadoras de Empresas, Parques Tecnológicos y que, además son poco dependientes del Estado. Son universidades cuya enseñanza no se basa tan solo en el conocimiento existente sino en las posibles novedades que puedan surgir sobre la base de lo que es conocido y forman profesionales que, sin desmedro de la formación de su área de competencia, continúan aprendido haciendo uso del razonamiento crítico, interpretando nuevos hechos y que, además del uso de libros y revistas especializadas, son capaces de aprender e interactuar con sus pares en el mundo a través de internet.
La nueva universidad deberá contar con políticas de desarrollo basadas en lo antes señalado. Sin embargo la condición sine qua non para institucionalizar un nuevo modelo de universidad pasa por contar con una comunidad académica (profesores y estudiantes) convencida de la necesidad del cambio derivado de estas nuevas circunstancias y necesidades. Usando un término de moda, una comunidad resiliente que entienda el mundo en que vivimos y las metas que hay que perseguir, formada por profesores capaces de sobreponerse a las dificultades que implica promover un sistema de educación superior sostenible y ajustada a nuevas exigencias. Para ello será necesario insistir en que la universidad es una institución basada en los meritos académicos de su personal docente y de investigación y que esto que debe ser entendido y aceptado como fortaleza esencial de la universidad.
Una vez que ese mensaje haya sido internalizado por la comunidad académica habrá que corregir fallas de funcionamiento que han afectado y afectan negativamente al componente académico, cuya aplicación en el tiempo las han convertido en políticas institucionales.
Entre ellos citaré algunos que, a mi juicio, habrá que repensar y modificar para poder poner al día la función de la universidad.
Si bien el artículo 11 de la Ley de Universidades establece que “En las Universidades Nacionales los estudios ordinarios son gratuitos (…)” desde los años sesenta del siglo pasado se insiste en lo insuficiente que siempre ha sido el presupuesto que el Estado asigna para el funcionamiento integral de las universidades. Condicionar el funcionamiento de la universidad al presupuesto que le otorga el Estado implica la carencia de una real autonomía reflejada en la libertad de haber investigación y ofrecer programas de estudio novedosos. Es fácil prever que el Estado no podrá seguir asumiendo los enormes gastos que implica el funcionamiento integral de universidades que exigen cada vez más recursos para poder competir internacionalmente y esto implica que será indispensable que cada universidad cuente con políticas para la consecución de fondos adicionales, sean públicos o privados, que complementen el presupuesto que otorga el Estado.
No es posible pretender que alguna institución, incluyendo las universidades, pueda ser eficiente si no se evalúa periódicamente el rendimiento de sus miembros. Desde 1958 al presente evaluar periódicamente el rendimiento del personal universitario, y particularmente al profesorado, es aún una asignatura pendiente que requiere adecuados mecanismos de implementación.
La nuestra no es una sociedad con una cultura de la evaluación, muchos la entienden como una acción que sirve solo para resaltar las deficiencias de una persona o institución. Pero no es así, la evaluación no debe ser vista como un ejercicio punitivo sino para mejoramiento profesional, realizado con la mejor intención de mejorar el desempeño, en nuestro caso, del profesorado y con ello el rendimiento de la universidad.
Si aceptamos que una de las funciones principales de la Universidad es generar conocimientos, es contradictorio que no se promueva de manera efectiva ni se valore de forma concreta la investigación científica, tecnológica y humanística de calidad como elemento importante del desempeño del profesor.
Nuestra universidad carece de políticas de investigación, a pesar de los intentos hechos por el Consejo de Desarrollo Científico y Humanístico (CDCH), muchas veces abortados por organismos superiores. Por eso generar conocimientos a través de la investigación científica, tecnológica o humanística depende del interés y la motivación de los profesores más que de políticas institucionales. Sin embargo, todo el personal académico recibe el nombre de profesor-investigador, homologando la condición de investigador independientemente de los intereses y los logros del profesor.
La gobernanza es otro aspecto sensible de la problemática de nuestra universidad. La elección de autoridades universitarias no puede seguir estando sujeta a cuotas de poder político o grupal ni de equidad tal como ha venido ocurriendo a lo largo de más de cincuenta años. El concepto de democracia como forma de gobierno de una nación, no es aplicable a las universidades que por su naturaleza son instituciones basadas en la capacidad académica de sus profesores. Solamente la hoja de vida de cada aspirante y su experiencia académica son las credenciales que los electores deberán tener en cuenta para que pueda haber autoridades capaces de dar directrices académicas claras a la institución.
El artículo 28 de la Ley de Universidades, referido a las condiciones que debe reunir un profesor para optar a un cargo de alta responsabilidad académica expresa que “El Rector, los Vicerrectores y el Secretario de las Universidades, deben ser venezolanos, de elevadas condiciones morales, poseer título de Doctor, tener suficientes credenciales científicas y profesionales y haber ejercido con idoneidad funciones docentes y de investigación en alguna universidad venezolana durante cinco años por lo menos” Estas exigencias muestran nuevamente el espíritu de amplitud que privo en la redacción de la ley de universidades de 1958 y que con maquilladuras menores ha permanecido vigente.
La homologación del salario del profesorado a nivel nacional es otra debilidad institucional. A pesar de las buenas intenciones que pudieron haber tenido los promotores de la idea de uniformar salarios por escalafón, esa práctica es un factor de desestímulo para el profesorado. No es nada beneficioso desde el punto de vista académico que, independientemente de la cantidad y calidad de su trabajo, los profesores reciban el mismo salario y puedan, además, optar a cualquier cargo de dirección universitaria.
La internacionalización de la educación superior tiene una importancia crucial como elemento clave en las respuestas al impacto de la globalización y las universidades necesitan políticas que privilegien las relaciones de sus profesores con pares de otros países. La internacionalización que implica programas colaborativos es más que nunca esencial en el esquema actual de las universidades. Ninguna institución es autosuficiente y está obligada a activar alianzas estratégicas interuniversitarias y con centros de investigación, para optimizar el uso de sus recursos y promover la asociación de distintas universidades y centros de investigación alrededor de proyectos de impacto. Hoy en día es fundamental que se preste mucha atención a la colaboración interuniversitaria, a la agregación estratégica con otras instituciones y agentes financiadores y a la participación en redes, proyectos y programas internacionales educativos y de investigación.
La tarea de repensar nuestra universidad es sumamente compleja tanto por la visión que se tiene de ella a nivel político y social y por las distorsiones internas que se han generado en el tiempo. Si a esto añadimos que, independientemente de quien llegue al poder en el futuro, el cúmulo de problemas que deberán enfrentar los nuevos gobernantes los obligará a tratar de resolver primero los de mayor impacto social, como salud, alimentación, seguridad, educación básica, etc. Y por mayor que sea el interés que puedan tener por mejorar la condición de la universidad la prioridad que puedan darle será relativa. Por estos y otros motivos de carácter interno ya mencionados, la restructuración de la universidad en los términos que exige el presente, va a depender mucho de la voluntad y del compromiso institucional de los verdaderos dolientes que son los profesores. Serán necesarios líderes capaces de encaminar a la universidad por nuevos rumbos, que vean a la universidad libre de la tutela del gobierno, que basen su autoridad en el prestigio académico que han alcanzado y que sepan crear un ambiente en el que la formación de profesionales de alto nivel y la generación de conocimiento sean la razón de ser de la institución.
Claudio Bifano
Tribuna del Investigador