Facultad de Ciencias, UCV. Venezuela.
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1958 fue un año emblemático para Venezuela. La llegada de la democracia y la disponibilidad de recursos económicos ofrecían una gran promesa de futuro.
En la hermosa Ciudad Universitaria recién terminada, adornada por obras de arte y amplios jardines, la Universidad Central, a la que me referiré en este escrito, volvía a la vida después de años de sumisión a la dictadura. Se reintegraban profesores que habían sido expulsados y, con un gran entusiasmo, toda la comunidad se empeñaba a construir la Casa que vence la Sombra; una universidad basada en la investigación y una excelente docencia.
Los principios que animaron la Reforma Universitaria de Córdoba de 1918 sirvieron de base para establecer el modelo de universidad autónoma y democrática, que enorgullecía a todos. Aún era pequeña en número de estudiantes, de hecho creo que fue construida para albergar unos veinte mil y sus profesores eran parte de la élite intelectual del país. Con el pasar de los años fue creciendo entre pugnas políticas, que llegaron a ser armadas, para lograr el poder e imponer un modelo económico y social diferente al que se tenía. La Universidad, fiel a sus tradiciones, fue un actor relevante de algunas de ellas y varios estudiantes y profesores fueron protagonistas.
Mientras esto ocurría el modelo de gestión universitaria, basado en una idea de democracia muy maleable, hizo que varios vicios se acunaran en la universidad. La presencia activa de intereses político partidistas en la elección de autoridades, la ausencia de un sistema de evaluación de meritos, la masificación estudiantil, la organización de gremios con excesivas prebendas y presupuestos insuficientes para satisfacer el desarrollo académico de la universidad, son solo algunos ejemplos.
Todo esto, pero sobre todo la falta de un sistema de evaluación, trajo como consecuencia que a lo largo del tiempo haya prosperado un sistema muy cómodo permite que profesores, estudiantes y personal de apoyo, aún puedan permanecer en la universidad independientemente de su rendimiento académico o el cumplimiento de sus funciones.
A pesar de esto, es indiscutible que a lo largo de medio siglo, gracias a la presencia de un grupo de profesores que siempre ha dado lo mejor de sí, la universidad experimentó un crecimiento académico demostrado por la calidad de los graduados y la producción de investigación. Efectivamente, la buena docencia, la creación de grupos de investigación o el desarrollo de los estudios de postgrado, ha sido producto de la capacidad, el interés y la dedicación de un grupo de profesores, más que a políticas de desarrollo institucional de la universidad. A falta de indicadores precisos, por simple conocimiento de la realidad universitaria, puede decirse que este grupo alguna vez reunió un 25 a 30 % del profesorado, un porcentaje que por diversas causas va disminuyendo.
Por otra parte, con el mismo salario e iguales condiciones de trabajo, otro grupo de profesores no mostraba interés en mejorar su formación académica y se limitaba a cumplir funciones de docencia, algún tipo de investigación que justificara el ascenso del escalafón, sin una efectiva evaluación de su rendimiento.
Los tiempos que se vivieron en el país hasta hace quizás un decenio, permitían que coexistieran profesores con tan diversos intereses y, aun así, la Universidad pudiera mostrar logros académicos. Los salarios eran suficientes para llevar una vida decorosa y algunas instituciones del Estado proveían programas de beca y de subsidios para la investigación.
El grupo de profesores orientado, por decirlo de alguna forma, a la academia poco se interesó por la elección de autoridades universitarias y prefirió dedicarse a la práctica de su oficio de profesor-investigador. Dejó de lado la responsabilidad de ejercer la dirección académica de la institución y salvo honrosas excepciones, los rectorados, decanatos y cargos de representación en los consejos universitarios y de facultad, se lograron a través de influencias políticas o de grupos de opinión.
Como ya dijimos, desde 1958 hasta estos tiempos la universidad ha sido autónoma y democrática en un sentido muy amplio. No cabe duda que la libertad es una condición esencial para el funcionamiento de instituciones donde se debaten las ideas y que el debate no debe estar condicionado a la censura de ningún organismo externo. Tampoco la hay en cuanto a la igualdad de oportunidades para todos los universitarios, pero este último principio debe estar acompañado por la demostración de capacidades que van más allá del hecho de ser miembro de la Universidad. La democracia es, sin duda, la mejor forma de decidir la conducción de un país, pero no de la universidad.
Esta, al igual de otras instituciones que se distinguen por la capacidad de sus integrantes, debe ser selectiva en la escogencia y permanencia de sus profesores y alumnos y, en consecuencia, debe ser dirigida por personas con meritos académicos. La inconveniencia de la aplicación de un sistema democrático más que meritocrático, para la elección de autoridades, ha llegado al extremo de exigir el voto de todas las personas que hacen vidas en la universidad. Una idea impensable en universidades que pretendan ser llamadas con ese nombre.
Otras consecuencias negativas de este modelo de gestión universitaria es la homologación de los sueldos del personal docente y algunos beneficios contractuales del personal administrativo y obrero de la universidad. El ascenso en el escalafón universitario con un solo trabajo de ascenso, la eternización de estudiantes en las aulas de clase, las presiones que ejercen los gremios y sindicatos sobre las autoridades académicas, la dificultad de aplicar sanciones a quienes trasgreden las normativas, la violencia de grupos de estudiantes por supuestas razones políticas, entre otros asuntos, son hechos que han afectado la buena marcha de la universidad.
Aunado a estas consideraciones de carácter interno, está el acoso que sufre la universidad por obra del gobierno, que disminuye cada vez más su desempeño.
Las políticas de educación superior del gobierno están diseñadas a contrapelo con los valores esenciales de la universidad y las limitaciones presupuestarias a que las somete son en gran medida responsables de la crítica situación general de la institución. La emigración de profesores capacitados, el deterioro de laboratorios de investigación y docencia, de bibliotecas, de las remuneraciones miserables de profesores y demás personal universitario son hechos catalizados por la desatención del gobierno.
Son muy loables los esfuerzos de profesores que a pesar de inconvenientes de todo tipo permiten que se gradúen estudiantes -aun a sabiendas que a veces no alcanzan a tener las competencias exigidas por los programas de estudio-y la realización de otras actividades que muestran que aun existe cierto ambiente académico.
Es sumamente importante que se realicen actividades de este tipo en la universidad porque en las condiciones que atraviesa éstos son logros considerables, a pesar de que no puedan esconder la situación de deterioro académico y estructural que vive. Efectivamente, la disminución de la calidad de la docencia de pregrado, el cierre de cursos de postgrados, la disminución del número de publicaciones en revistas internacionales, la eliminación de líneas de investigación, la compartición del dictado de asignaturas de pre grado entre varios profesores, son lamentables realidades.
La universidad está experimentando un peligroso declive de sus funciones básicas y los profesores estamos llamados a reaccionar para devolverle su brillo.
Conocemos las enormes dificultades que tienen que enfrentar quienes la dirigen, sabemos que en momentos como este las urgencias del día a día oscurecen la mirada hacia el futuro, pero no hay duda de que más temprano que tarde se producirán cambios políticos en el país que lo encauzarán por el camino del buen juicio y la sensatez administrativa y, así, liberarán a la universidad del estrangulamiento que sufre en la actualidad. Cuando el país haya salido de la oscurana que lo envuelve, será el momento de aplicar correctivos al modelo de gestión universitaria vigente para volver a tener una universidad competitiva nacional e internacionalmente. Mientras tanto es tiempo de aunar voluntades y esfuerzos de todos los profesores interesados, para proponer una nueva forma de dirigir a la universidad y eliminar los vicios que minan su nivel académico.
Es indispensable que cuanto antes se comience a repensar la universidad, partiendo de definición de sus funciones, la actualidad de su oferta académica, la sustentabilidad económica y la evaluación del rendimiento de sus profesores, alumnos y personal administrativo.
Ya no es posible creer que la universidad sea económicamente sostenible con el presupuesto que le asigna el Estado. Habrá que pensar en formas de financiamiento adicionales.
La universidad no puede seguir adoleciendo de un sistema de evaluación que rija la incorporación y permanencia del personal docente, administrativo y, por supuesto, de los estudiantes.
La elección de las autoridades universitarias debe tener como base la competencia académica y experiencia administrativa de los aspirantes, dejando de lado las inclinaciones políticas o los apoyos de grupos de opinión.
La remuneración del personal docente y administrativo debe estar basada en el rendimiento y capacidades individuales, no a la homologación por escalafón.
No será fácil inculcar la evaluación como un elemento de la cultura universitaria ni desmontar un sistema que durante años ha sido cómodo para quienes han visto a la universidad solo como un medio de ganarse la vida; probablemente encontrará rechazo en parte de la comunidad universitaria, pero habrá que vencerlo lograrlo por obra de un fuerte liderazgo universitario y una clara voluntad política.
Los profesores somos los llamados a demostrar, desde ya, que en la universidad aún hay gente que está dispuesta a reconstruirla animada por un fuerte espíritu de superación. Habrá que dedicar tiempo y esfuerzo.