Territorio de Confluencias (*)

(*) Palabras de Víctor Rago A. en la clausura de las Jornadas del Programa de Cooperación Interfacultades (PCI) de la UCV (Facultad de Ciencias, 03-06-05)

Víctor Rago

Antropólogo - UCV. Doctor en Lingüística - Sorbonne Paris. Director de la Escuela de Antropología (1987-1993). Coordinador Académico Facultad de Ciencias Económicas y Sociales (FACES), UCV (1993-1999). Decano FACES-UCV (1999-2008). Profesor de las Escuelas de Antropología y de Letras, de la Maestría en Lingüística (Facultad de Humanidades y Educación) y del Doctorado en Ciencias Sociales (FACES-UCV). Fundador y actual director del Boletín de Lingüística (revista de la Escuela de Antropología y el Instituto de Filología Andrés Bello)
Áreas de especialidad: lingüística general, semántica, poesía popular.
e-mail: [email protected]

Se ha dicho alguna vez que el destino no hace visitas a domicilio: hay que ir por él. En el Programa de Cooperación Interfacultades comulgamos con esa premisa y vamos a su encuentro, lo que no es más que una metáfora de la voluntad de construirlo: no hay, como se sabe, al menos en la institución académica, destinos predeterminados, sino objetivos deliberadamente diseñados por el interés de ser mejores. Así como también itinerarios emprendidos desde la convicción racional de que el mundo, y a fortiori el mundo pequeño de la universidad, revela las claves de su inteligibilidad en la vocación de cambio, esa especie de apetito de novedad que está en la raíz de toda vida, incluida naturalmente la vida institucional. Esa aspiración asociada al deseo de calidad creciente, de enriquecimiento lícito, digamos, asume en instituciones como la universidad la forma de programas innovadores, esto es, de iniciativas que se interrogan por el sentido de lo que hay para prefigurar el beneficio de lo que debería haber.

El Programa de Cooperación Interfacultades se nos ofrece en primer término como un espacio nuevo abierto en el seno mismo de lo existente. Una buena cantidad de potencialidades inscritas en la organización institucional pero no realizadas por causa de la costumbre de hacer las cosas como siempre se han hecho, emergen como posibilidades reales, actualizables, factibles. Afinidades reconocidas después de largo olvido, diferencias evidentes ahora reinterpretadas como promisorias complementariedades, aspiraciones inalcanzables desde la limitación sectorial trocadas en realidades sustentadas en el esfuerzo concertado, en suma, un movimiento hacia la racionalización en la gestión de recursos voluntariamente compartidos allí donde la tradición, egoísmo o simplemente la cortedad de miras y la pereza de horizontes habían impuesto la disociación, el temor reverencial a las fronteras y la sálvese quien pueda.

Ese es el primer capítulo del PCI: llamémoslo territorio de confluencias. El segundo es uno en el que se ponen de relieve los talentos innovadores que le son inherentes. Todos admitimos -gustosamente unos y a regañadientes otros – que la universidad debe cambiar. ¿Por qué no lo hace entonces? ¿Qué inhibe la universal convicción de cambio, que debilita la energía necesaria para llevarlo a cabo, que oscura magia trueca aquella unanimidad manifiesta en discrepancias innegociables, en parecer es mutuamente excluyentes, en criterios que se repelen? Los desacuerdos son diversos, referidos al contenido de la transformación institucional, a sus ritmos, actores y medio, pero estas posturas reacias a la armonización de las diferencia, exhiben el denominador común de que conciben el cambio como algo cataclismito, un proceso que una vez sobrevenido desencadena fuerzas caóticas y de difícil control. Semejante aprensión está en la base de una actitud compuesta de inflamada retórica crítica aderezada de conformismo hipokinético, en las dosis justas para no producir remordimientos.

El PCI por su parte constituye una experiencia concreta, tangible, corpórea, desarrollada en la propia vida cotidiana de la institución, que ofrece por eso mismo la invalorable posibilidad de promover la renovación de aquella en diferentes escalas, aun radicalmente, sin necesidad d e lidiar con el temor a los efectos disolventes de las propuestas de cambio y con la sensación de exposición a la intemperie que la extinción de los hábitos de siempre provoca en algunos (as). De un lado, la gestión racional de lo existente, con las dinámicas articuladoras e integrativas que supone, es ya una innovación nada despreciable en una institución espontáneamente propensa al desmembramiento y que en varias de sus regiones ha pasado de la constitución estructural a la mera yuxtaposición de sus componentes. Del otro lado, la experiencia compartida por los socios, esto es, las facultades, alojada en ese ámbito expansivo que es el PCI, donde se auscultan las limitaciones comunes y se cultivan aspiraciones compartidas, origina sin remedio una sana y rica visión crítica, ya no de las esclerosis burocráticas, sino de las sacrosantas titularidades epistemológicas y de las territorialidades que se les asocian: cuotas de poder curricular, control de resortes claves en el aparato académico, manipulación de los dispositivos de confección de prestigio científico, en fin, todo lo que sirve para el mantenimiento del statu quo, sobre todo en el plano intelectual.

Por eso se ha dicho, o al menos yo lo he oído decir que el Programa de Cooperación Interfacultades una cordial invitación a delinquir, a condición, claro está, de que esté dispuesto a reconocer que se trata de delincuencia organizada, o sea la que prefiere las reglas a los régulos y se afilia a las mecánicas que contienen el principio de su propia transformación, ya por sensibilidad a lo que cambia en el mundo (y que repercute en la universidad), ya para animar al mundo universitario a cambiar.